Tataouine, a 50 kilómetros de Medenine, es una pequeña población que sirve de punto de partida para visitar otros pueblos de los alrededores.
Destacan sus días de mercado, los lunes y los jueves, cuando los beréberes se acercan para comprar y vender todo tipo de mercancías como los populares barnús, echarpes de color rojo realizados a mano con atractivos diseños basados en sus propios tatuajes beréberes, y también, como no, camellos, y el Jardín de la Delegación, donde se encuentran algunos restos de estatuas y troncos fósiles.
El Sahara, el desierto más grande del planeta con sus 10 millones de km2, le denominan los nómadas el “Gran Vacío” ya que siempre se muestra como un reto para el viajero.
El Sahara, el desierto más grande del planeta con sus 10 millones de km2, le denominan los nómadas el “Gran Vacío” ya que siempre se muestra como un reto para el viajero.
En sus más remotas áreas, donde se suceden las llanuras pedregosas y los campos de dunas, viven numerosas tribus nómadas que una vez al año se dan cita en los alrededores de Tataouine para intercambiar cabezas de ganado, celebrar bodas, rituales mágicos, carreras de caballos y ejercicios de tiro en mitad de un paisaje tan singular como fascinante.
A finales de abril y en función del calendario lunar, en las afueras de Tataouine se reúnen varias tribus nómadas (ouerghammas, mezariques, rebaiyas, ghomrassen, touazines, haouaïas, oudernas, etc.) del sur del Sahara, principalmente de Tunicia, para revivir sus más antiguas tradiciones.
Las tribus pertenecen en su gran mayoría a la Confederación de los Ouerghamma y a la de los Mezariques.
Estos pueblos nómadas recorren constantemente las regiones de Tataouine, Remada (ouerghammas) y Douz (mezariques), donde se alzan algunas de las dunas más espectaculares de Tunicia.
El Festival de Tataouine (también llamado de los ksour o “alcazabas”) permite conocer unas formas de vida que se remontan a los orígenes del Islam. En un campamento repleto de jaimas (tiendas tradicionales de los nómadas), que destacan por sus múltiples colores sobre la aridez del desierto, las diferentes tribus se mezclan entre sí.
En un palenque portátil, acondicionado para la ocasión, descansan los caballos y dromedarios que protagonizan algunas de las ceremonias más vistosas. La música inunda todos los rincones mezclada con el estruendo de las armas de fuego, fruto de los ejercicios de tiro que practican los jinetes a galope tendido.
Los rapsodas desgranan poesías de amor, poesías patrióticas o simplemente hechos históricos que dejan constancia de su cultura ancestral y del valor de sus guerreros. Las mujeres hornean pan para los banquetes, cuecen el tradicional cuscús en fogones de leña o petróleo y engalanan las jaimas para las bodas.
Mientras, al abrigo de miradas indiscretas, en las mejores tiendas de cada tribu, las muchachas en edad núbil que van a contraer matrimonio se visten con suntuosas ropas, se tiñen las manos y los pies con alheña (un tinte natural que potencia la baraka), se prenden a los vestidos joyas de oro y plata heredadas por tradición de madres a hijas… en definitiva, se preparan para recibir a su futuro marido, al cual, en muchas ocasiones, ni siquiera conocen porque las nupcias han sido pactadas por sus padres en el momento de nacer o por casamenteras de oficio
El sur de este país está salpicado por los llamados «ksar», palabra que significa, en su origen, palacio.
El sur de este país está salpicado por los llamados «ksar», palabra que significa, en su origen, palacio.
Aunque en realidad son viviendas excavadas en la roca que servían como graneros, en la actualidad sellan el encanto y la diversidad de esta región de nómadas donde nunca nada es definitivo. Los ksours de Tataouine, están sobre todo en la zona del sur de Túnez hasta hace poco habitada por nómadas, es la entrada desde allí al desierto, a los chott, a los lagos de sal. ..
Para ello aterrizaré en la isla de Djerba de noche, cogeré un barco que me llevará al continente y desde allí en coche hasta el lugar. Sí, pasaré por Djerba a oscuras, pero ya la veo claramente mientras vuelo: un hervidero de gente, un abigarramiento de razas. Djerba es la isla de los lotófagos, de la que habla Homero:
«Dañosos vientos lleváronme nueve días por el ponto, abundante en peces; y al décimo arribamos a la tierra de los lotófagos, que se alimentan con un florido manjar. Saltamos en tierra, hicimos aguada, y pronto los compañeros empezaron a comer junto a las veleras naves».
Y aquéllos que comieron loto no quisieron regresar. Pienso que en ocasiones bien vendría comer de ese fruto y dar sosiego a la máquina de la memoria y a unos pies como los míos, que no quieren detenerse, que una vez más se lanzan a la siempre apetecible aventura.
Pero Djerba es también la isla de los piratas. Allí mataron a más de cinco mil cristianos y con sus calaveras levantaron una pirámide. Esto no me arredra, siento de pronto que también yo he navegado en sus barcas, he subido al palo mayor, he visto las crestas azules cernerse sobre la goleta, amenazar el castillo de proa; he visto el cordaje, los cables por la amurada, el gotear de las anclas... Y en mi mente me pongo a cantar:
«Fifteen men on the dead man s chest-/ Yo-ho- ho, and a bottle of rum!».
Lo que veo por la ventanilla, en cambio, es el abismo nocturno. ¿Dónde están los mascarones maravillosos, los viejos marineros con aros en la oreja y coletas embreadas, las fabulosas embarcaciones cuyas velas se asemejan «a las desplegadas alas de un ave»? Me basta aterrizar para comprender que hay un motivo en el aire para la leyenda de los lotófagos, es decir, para el deseo de no moverse de Djerba: se apodera de mí una gran sensación de bienestar.
Debe de ser una cuestión magnética. La noche es acogedora: nubes leves, luna en cuarto creciente, estrellas nítidas, el negro más negro, la luz puntual. Todo el camino hasta dejar la isla, y después ya en el barco, es así: un cielo comunicativo, un mar entrevisto, negro, sí, pero con el racheado mínimo del rielar de la luna.
El mar de noche parece no tener límite: dura y dura esta travesía. Después de llegar a tierra, largo viaje en coche y, al final, el hotel el Sangao que es espléndido, como una pequeña ciudad de bungalows separados a lo largo de caminos donde crecen tímidas margaritas y malvas reales. Palmeras, luces bajas, silencio.
Ese espacio paradisiaco queda algo apartado de la ciudad, de Tataouine. Lo veo por la mañana: hay que ir en taxi, pero es muy fácil y es un modo de conocer gente, puesto que estos transportes cogen a todo el que cabe. Así llego al zoco y, de inmediato, como tengo sed, pruebo una bebida de palmera, que parece coco líquido y se llama lagmi. Está dotada de altos valores energéticos y benéficos para la salud.
Todo es auténtico Recorro el zoco a mis anchas: no hay ni un turista, y me detengo en los llamativos puestos de lana teñida con tintes naturales, de joyas, de cacharros de cerámica y otros utensilios populares bellamente expuestos dentro de las tiendas de nómadas tan enormes.
Las alfombras y tapices bereberes son muy bellos: dibujo blanco en fondo púrpura o negro. ¡Y las blancas telas de lana en que se envuelven los hombres,algunas con breves adornos de color en los bordes! Todo es auténtico aquí, todo está vivo. Aún cardan la lana, tejen con rueca...
Para visitar los ksours bereberes una especie de habitáculos, graneros, en realidad, que se construían alrededor de una plaza y eran los reductos donde guardaban sus cosas las familias nómadas también hay que ir en coche.
El paisaje es sereno: grandes extensiones de tierra, retazos verdes, palmeras, cielo plateado con franjas rosas y naranjas. De pronto una columna de humo blanco entre las matas. Adelfas, olivos, hibiscos.
El tiempo aquí es distinto debido a la amplitud del espacio. Algunos de esos ksours (ksour es el plural de ksar, palabra que significa, en su origen, palacio) han sido convertidos en hoteles. El camino a seguir es complejo: Gatonga , Beni Mihre, Beni Behlal (montañas secas parcheadas de florecillas azules, violeta y amarillas jaramago ), Hatma (higueras), Ezzahra (el primer ksar), Mghit (montañas sin árboles, ovejas, cabras, un pastor).
Luego el Ksar Ouled Soltane, en parte reconstruido para que se vea lo que fue. Es época de fiestas y se celebran con bailes acompañados de música de flauta y tambor, que relatan la historia de los nómadas. Allí el público es tan interesante como el espectáculo.
Además, se reproducen algunas escenas del reciente pasado: cómo se elevaba el grano hasta los depósitos más altos, cómo se machacaba y elaboraba para hacer pan, cómo se trabajaba la madera y el hierro.
Todo presidido por camellos y cabras. Aún tienen dueños los graneros, son los propietarios de la memoria, de la historia del nomadismo. Hay sauces llorones por Tameresk, Mahzaria, Beni Barka... Ahora vamos en otra dirección: Chenini, el lugar más hermoso. Se ve un camión cargado de piedras.
Toda esta zona tiene grutas en la montaña. Toda la parte alta de Chenini ha sido abandonada. Pienso: las palmeras defienden la esperanza del agua, sostienen la vida, quizás por ello tienen ese simbolismo sexual en las religiones antiguas como las sumeroarcadias y las persa. En Chenini también se baila y se canta: es una danza muy primitiva que se acompaña con un instrumento de cuerda, una suerte de mandolina alargada.
Y las mujeres enseñan cómo se trabaja la lana: husos, ruecas, telares. Las mayores van tapadas, algunas veces con telas coloridas, y llevan tatuajes, las jóvenes se cuelgan joyas que caen desde el pelo como cascadas, algunas hechas de metal, otras de ded, una hierba silvestre que machacada y mezclada con perfume se usa para hacer las cuentas de los tocados y los collares bereberes de boda. Sueño adolescente Llegamos a Ksar el Erch y luego a Mdhilla, a Ghousurasen y finalmente a Ksar Hdada, que se ha convertido en hotel y es precioso verlo habitado. Aquí sí hay un tipo muy especial de turistas, son casi todos adolescentes extranjeros.
Cierto, es una vivienda para un sueño de adolescencia, un sueño de Las mil y una noches. Se inicia el crepúsculo y mirando este cielo entiendo la relatividad del tiempo de los árabes: es el nomadismo. Nada es definitivo para el nómada y estos hombres siguen rigiéndose por el instinto de lo mutante: siempre hay que estar a punto para recoger la tienda y cambiar de lugar. En apariencia todo es igual, pero de hecho nada es igual, nada permanece ni un segundo.
Por la noche, de nuevo una celebración en un ksar, otra vez bajo un cielo negro y poblado de estrellas que parecen campanillas de plata anunciadoras de la caravana de lo invisible. Es una concentración de hombres de blanco con sus turbantes y sus ojos brillantes que escuchan y miran inmóviles unos cantos, sin duda, épicos. Su quietud y atención son escalofriantes. Es el preludio del acontecimiento fundamental, La Gran Fiesta de los Pueblos: todas las tribus de alrededor acuden a Tataouine ataviados con sus trajes típicos, y allí desfilan y representan su historia. Y lo hacen durante horas y horas, desde el mediodía al anochecer.
Con sus cabras, ovejas y perros, con sus caballos y sus camellos... En estas regiones no hay amanecer: de pronto es de día, el sol cae sobre la tierra y la piedra bajo la cual el escorpión convoca al fuego. Sólo el ave rasga el espacio indiferente. La hora se deshace en dunas cambiantes hasta la línea del desierto tunecino. Hacia él me dirijo ya, como los pájaros que se ven por el Sahel, que se paran en el cabo Bon, cuyo dominio sustentan los halcones.
Llegaré a los chott, veré los flamencos por los hadis, los llamados ríos secos que alimentan los lagos de sal, extensiones de blancura, a veces líquido espejo, otras superficies de una costra cristalina que pronto se resquebraja. Veré en la distancia sin fin cómo se inicia el espejismo. Y, como los nómadas, comeré esos dátiles que hacen madurar los manantiales y los tórridos calores del Sahara, y la fruta de los huertos que hay en los oasis.
NO OLVIDE...
Visitar el zoco de Tataouine y probar el «laqui», esa bebida de palmera que parece coco líquido.
Entrar en las tiendas de los nómadas instaladas en la plaza de Tataouine y admirar los objetos populares de cerámica y metal.
Comprar alguna alfombra bereber. Son auténticas y tienen buen precio. Su belleza reside en los colores de los dibujos geométricos.
Si le gusta tejer, puede comprar lanas teñidas con tintes naturales. Claro que esto supone trabajo y llenar la maleta.
Acudir a las fiestas populares, donde se representa la historia de los nómadas. El público es tan interesante como el espectáculo.
Comprar un tocado de «ded», esa hierba que mezclan con un extraño perfume para hacer las cuentas de joyería.
Visitar las tiendas de Chenini, aunque sólo sea para ver las joyas bereberes y los coloridos vestidos de las mujeres.
Alquilar un coche y llegar hasta los «chott» y los «hadis», que aparecen como suaves masas rosáceas de pelícanos.
Levantarse antes del amanecer para ver el paso de una noche negra tachonada de estrellas a la suave mañana.
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